Tras más de cuatro décadas de un cruento conflicto armado que ha cobrado miles de vidas, 1 ha causado el desplazamiento forzado de más de 3, 7 millones de personas (Acción Social, 2011) y ha generado inmensos costos materiales—sin mencionar el sufrimiento incalculable de millones de personas—, y tras más de diez intentos de negociar con los más de nueve grupos que en un momento operaban en Colombia (Villarraga, 2008a-f), los colombianos hemos hecho diversos aprendizajes, amargos y dulces, sobre las posibilidades de transformar la violencia política en una convivencia pacífica estable bajo el manto de las instituciones democráticas. 2 En ese contexto, la paz aparsece como una meta que por lo esquiva no ha dejado de ser profundamente ansiada en Colombia.